lunes, 24 de octubre de 2011

"La alegría de leer" de Juan Gossaín



Ponencia de Juan Gossaín

El siguiente es el texto de la ponencia titulada, “La alegría de leer”, del periodista Juan Gossaín, miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua y director de Noticias de RCN Radio, presentada en el XIII Congreso de la Asociación de Academias de la Lengua, en Medellín, en los preámbulos del IV Congreso Internacional de la Lengua Española, en Cartagena de Indias:

“Como suele suceder de manera recurrente y apenas natural, cada vez que se celebran estos congresos entre gramáticos y literatos hay un espacio reservado a hacer el elogio de la lectura, su apología, su encomio y las virtudes de su provecho. Lo malo es que siempre se encarga de esa tarea a gente de edad madura mientras los muchachos andan por la vida con una computadora portátil colgada del hombro.
De un modo también invariable, siempre que se presenta la ocasión invoco la memoria de don Evangelista Quintana, un legendario educador colombiano que escribió, hace setenta años, una serie de cinco cartillas para la enseñanza de la lectura escolar, con el título genérico de La alegría de leer.

No hay en el mundo calificativo que supere al suyo: leer no es una posibilidad que pueda escogerse, ni una obligación aterradora, ni tan sólo un camino a la sabiduría o un acopio de erudición. Leer es, por encima de todo, un placer. Leer es lo único más cautivante que escribir.

De otra parte, si en estas conferencias y tertulias se les concede el uso de la palabra a padres de familia o profesores, la primera pregunta que formulan a los expositores es de una angustia repetitiva: ¿cómo se debe estimular en los niños el hábito de la lectura?

En mi caso particular esa ceremonia de iniciación constituye otra fiesta cuyo recuerdo deseo compartir con ustedes.

Mi primer maestro, en un pueblo donde no había colegios, fue un campesino tartamudo pero entusiasta que por la mañana desasnaba con una palmeta temible a los muchachos, en un único salón con piso de tierra, sin hacer distingos de edades ni de sexos, y por la tarde se dedicaba a limpiar con el machete una huerta de pepinos y tomates que era el sustento asegurado de su larga parentela.

Echando mano de un látigo de cuero, al que llamaba Mateo Moreno, porque sacaba lo malo y metía lo bueno, según sus palabras, intentó en vano llenarnos la mollera con las lecciones del señor Quintana.

Hasta que descubrió, gracias a su olfato punzante de labriego doblado en pedagogo, que a nosotros lo que nos gustaba era hojear a escondidas las tiras cómicas, las historietas de Walt Disney, esas viñetas de regocijo que el diccionario de la lengua española define con una palabra horrenda: tebeos.

–Si eso es lo que les gusta, eso será su cartilla –sentenció el profesor Canabal, hablando a saltos, cancaneando, sílaba por sílaba, en una mañana lluviosa que debería haber pasado con letras de oro a los anales de la educación humana.

Aprendimos a leer en lo que canta un gallo. Tres meses después era un contento oírnos dialogar de un taburete al otro, repitiendo con sonsonete de declamadores lo que el Ratón Mickey le decía a Mimí, su novia, o los requiebros que el ganso Gandul le hacía a la vaca Clarabella.

Que se sepa, hemos sido, hasta hoy, los únicos estudiantes colombianos que usamos en el habla infantil exclamaciones como cáspita, repámpanos y zambomba. Parecíamos locos chiquitos, hablando por la calle un extraño vocabulario de traductores de Miami o de transcriptores de Barcelona.

Puedo dar testimonio, en consecuencia, y lo doy, de que el Pato Donald me condujo de la mano a presencia de don Miguel de Cervantes. Además, confieso que para llegar a los caminos entrañables de Soria, donde cantaba el más grande de los Machado, pasé primero por las calles de Ciudad Gótica, a punto de ser arrollado por el batimóvil. ¿Qué es Macondo, en resumidas cuentas, sino la Disneylandia de los adultos?

Conozco lo que dicen Montessori y Lacan sobre la educación de los niños y las lecturas de los mayores.

Disfrútenlos a ambos, y admírenlos, como se merecen, pero no les hagan mucho caso.

Si leer es una declaración de libertad, como se ha dicho tantas veces, dejen que los muchachos lean lo que quieran, que se solacen con lo que les gusta, que aprendan el amor por los libros a través de sus propios placeres. Lo importante es que se lancen al goce incomparable de la lectura. Ya la vida, el tiempo y el criterio selectivo se encargarán de rectificarles el camino del gusto.

Escoger lo que uno quiere leer es la única prueba irrefutable de que la libertad existe. No doy consejos, ni en materia de lecturas ni en ninguna otra, porque aconsejar es una prerrogativa episcopal peligrosamente cercana a la arrogancia. Pero, a riesgo de que me consideren provocador, y con el propósito de evitar que sean ustedes unos desertores de la lectura, me atrevo a convocar a los jóvenes para que se subleven contra imposiciones hogareñas y órdenes escolares.

Lean lo que quieran pero léanlo; lean todo lo que caiga en sus manos o se atraviese en su camino: novelas y cuentos, poesía de la buena y de la mala, porque a la buena no se llega sino pasando primero por la mala; devoren hasta los catálogos de muebles, los letreros de la calle, periódicos viejos, las curiosidades que se esconden en el directorio telefónico e, incluso, las lápidas del cementerio. Porque si estamos de acuerdo en que leer es un acto libertario, entonces no habrá nadie que pueda quitarles lo leído.

Leer es un deleite del espíritu pero es también un frenesí de los sentidos.

No conozco hedonismo más grande que acariciarle el lomo a un libro viejo, tan sólo comparable con acariciar la espalda de una mujer.

Y, si a eso vamos, ya que en este mismo congreso se hace entrega pública del incomparable “Diccionario práctico del estudiante”, certifico que leer un diccionario es el acto supremo de la pasión, más aún, si cabe, que las lujurias secretas del amor.

Al principio fue el verbo, y al verbo lo siguió el signo. Alberto Manguel, en su magnífica historia de la lectura, recuerda que, en la Edad Media, los libros eran tan escasos que se hizo necesaria la costumbre de leerlos en voz alta para que se enteraran los vecinos y amigos. La placidez de la lectura silenciosa de nuestra época es, en realidad, una variante de los vicios solitarios.

Toda lectura es un simbolismo cargado de significados religiosos. El que lee, como el que escribe, suplanta a Dios. No es gratuito que los primeros textos en la alborada de la lengua castellana fueran copiados e iluminados por los padres fundadores en el scriptorium del convento de San Millán de la Cogolla.

Con el paso del tiempo iban quedando ciegos porque las lámparas y las velas estaban prohibidas para evitar incendios. Mil años después, todavía les estamos debiendo la vista, que ellos sacrificaron a conciencia para salvar la palabra escrita de un idioma que apenas estaba gateando.

Juan Gutenberg de Maguncia está aquí entre nosotros, esta noche, y siento que su espíritu aletea en el aire, alentándonos. Es probable que ya sepa manejar un computador y tenga abierta su propia página de Internet.

Por eso, como al comienzo, digo, pregono y repito que si don Evangelista Quintana era el que tenía razón, y leer es una alegría, entonces cada uno de nosotros, padres de familia y profesores, académicos y gramáticos, escritores y periodistas, está en el compromiso de reconocer que los muchachos tienen un derecho sagrado e inviolable: el derecho de armar su propia "Vervena".
 
Fuente: http://bibliopolisunmundodelibros.blogspot.com/2011/10/la-alegria-de-leer-de-juan-gossain.html

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